En este post te dejamos un extracto acerca de la historia de esta banda.
1995. Poco después de la reelección de ese presidente que nos dejó a todos privatizados y en pelotas, votando con los pies, como dicen en algún lado, pero sobre todo un poco aburrido de toda esa mediatización tontoconsumista que tarde o temprano iba a alcanzar también al rock argentino, Julio decidió marcharse de Córdoba (ahí en la serranía mediterránea de ese europeo país de sudamérica). Se fue a visitar a su amigo Marcelo, que estaba visitando unos familiares en Tarija (al sur de Bolivia, quizás, podríamos decir, la ciudad más argentina del país menos europeo de sudamérica). Igual de aburridos y desempleados que siempre, se pusieron a zapar unos rocanroles en algún rincón oscuro de la ciudad, tomando chicha y xingani y comiendo pizzas de un boliviano.
Llamaron a un par de amigos a Córdoba a contarle lo fabuloso que era ese lugar para rocanrolear, chupar y comer pizzas. Todo baratito. Gastón y Gonzalo se fueron sin pensarlo. A los seis meses, aburridos de Tarija y en perspectiva de mejores escenarios para mostrar su nueva formación rocanrolera, el combo se marchó para La Paz (quizás mediterránea, pero precisamente no una serranía, tres mil y pico de metros sobre el nivel del mar, lejos de Europa y la tonta mediatización consumista, lejos del ruido infernal de la gran ciudad que denunciaba ese pionero del blues argentino que fue Javier Martínez). Pero como su nombre bien podía indicar, en La Paz no había rocanrol. Pateando al Perro (la formación de esos cuatro cordobeses aburridos y desempleados) fue una de las bandas (junto con Lou Kass, Octavia y tantas otras) de aterrizar definitivamente en la ciudad ese ritmo gringo (siempre tratando de acompañarlo con un poco de jajita y chuño, para el gusto de los papachos y cholitas).
En el centro de La Paz, en la rambla de El Prado, oficinistas de traje que no pueden disimular su raíz indígena simulan caminar apurados esquivando armoniosamente gringos turistas apuntando con cámaras digitales por sobre la cabeza de artesanos hippielatinoamericanos vendiendo chucherías a burócratas de ongs que pasean indiferentes entre indígenas indigentes de unos de los países estadísticamente más pobres del mundo ante la mirada burlona de cholos metaleros apoyando desde los márgenes una marcha de papachos mineros bailando al son del tinku y la dinamita entremedio de mamitas con puestos de casi todo (golosinas, cds, libros de informática y pirateos de las últimas novedades editoriales, hierbas medicinales, relojes, mokochinche, fósiles y aguayos, zonsos de queso, cuñapes, salteñas, tucumanas y hamburguesas con papas fritas por tres o cuatro bolivianos). Todo sancochado al sol del altiplano, con el visto bueno del Illimani, en un guiso típico de la cocina de este sangrante presente globalizado. Bajando unos metros por una calle paralela a ese bendito descalabro mundial, al fondo de una galería de papachas peluquerías y fotocopiadoras, la sala de ensayo Boogie Boogie bien podría ser cualquier reducto porteño (Buenos Aires), Maniatan o el Soho, Malasaña o el barrio Gótico, por qué no Chapinero (Bogotá). Escaleras de metal, ladrillos a la vista, una puerta pesada de hierro y afiches de jóvenes rockeros en pose. Puertas abiertas sobre parches, amplificadores y cajas de huevos, y un cuartito al fondo donde se puede fumar porro. Ahí mismo, chupando y comiendo pizza, sin haber perdido un ápice de su tonada cordobesa pero declarándose orgullosamente boliviano, Gonzalo Gómez habla sin parar. A su lado Julio Jaime, bajista de Pateando al Perro y Go Go Blues (y quien sabe cuantas bandas mas de rock boliviano), la Colo (también cordobesa, artista, productora y fan de Go Go Blues) y Ale Delius (el único boliviano, cantante de Quirquiña, una de las bandas más populares del momento en el país). Parece ser el lugar adecuado para hablar del rock boliviano.
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